Autoridad, dolor de panza y otros síntomas



Durante los últimos meses vimos reabrir sistemáticamente la discusión respecto al apoyo de las Fuerzas Armadas en los temas de Seguridad Pública desde declaraciones de dirigentes del Partido Nacional y del Presidente de la SCJ hasta una encuesta que señala que el 74% de los uruguayos están de acuerdo con la propuesta. Son varias las cuestiones que emergen con ese debate y si bien no podría exponer en este artículo cada una de ellas, destacaría algunas: ejercicio de autoridad, los precedentes uruguayos y el impacto social de otros países, especialmente Brasil.

La senadora Verónica Alonso al opinar sobre seguridad a La Diaria dijo “en otros países la policía impone la autoridad y a uno le hace sentir hasta un poquito de dolor de panza al ver a un policía con su figura, su actitud, que va amedrentando y generando esa disuasión”. Cuando se habla de seguridad ciudadana, la legitimidad del estado no suele devenir de una cuestión estética y mucho menos de aplicación de la violencia. Pues en las zonas más vulnerables donde se suele instalar el narcomenudeo (o por lo menos donde se suele perseguirlo con mayor vehemencia), la legitimidad policial se construye a través de lazos de confianza con la comunidad, incluso con aquellos que en “estado de deriva” están entre la informalidad laboral y las redes de ilegalidad.

Deberíamos preguntarnos de dónde viene esa apelación a la autoridad. Seguramente encontraremos diversas respuestas en diversos momentos de la historia uruguaya. Por citar un ejemplo, durante la dictadura militar hubo un cambio institucional importante en el Ministerio del Interior y la Policía Nacional, pues se reorganizaron y definieron funciones y procedimientos hacia una mayor profesionalización, incluso en la recolección de informaciones. Posiblemente a la nostalgia de muchos que suponen que en esos tiempos había una Policía Nacional verdaderamente eficiente, se sume la ilusión de que las Fuerzas Armadas hoy puedan tener mejor respuesta técnica y profesional al crimen organizado. Este concepto está sujeto al manejo del discurso político, lo que explica que muchas veces los movimientos sociales por una razón u otra terminan entrando en esa categoría. Y resulta que lo que menos se hace es combatir el crimen organizado que depende de la corrupción y microcorrupción para efectuar sus acciones más violentas, como es el caso del tráfico de armas que por su complejidad implica un trabajo mucho más de inteligencia que de represión.

Por esa razón, el involucramiento de las FFAA en el combate al crimen organizado es peligroso para el propio estado, ya que como ocurre en otros países termina por corromper a las Fuerzas y en ese caso, como recurso último que es, somete a la población a un régimen autoritario sin ninguna legitimidad política. Y para los propios militares es un problema, ya que tienen que atender a una demanda social inmediata sin la preparación adecuada y con altas expectativas en los resultados. Esa ecuación es un caldo de cultivo para todo tipo de violación de los derechos humanos, que no van a provocar dolor de panza ni en Alonso ni en Larrañaga sino en los habitantes de las comunidades que ellos dicen proteger.

Pero no solo del pasado reciente deberíamos hablar, también podríamos citar algunos precedentes que gobiernos frenteamplistas dejan abiertos: la creación de la Guardia Republicana y la más reciente ampliación de la acción de las FFAA en el control de fronteras. Fue a partir de una acuerdo multipartidario que se creó la Dirección de la Guardia Republicana en el año 2010 que depende del Ministerio del Interior, algo así como una “tropa de elite” que posee un entrenamiento más riguroso, una mayor capacidad de empleo de la fuerza y armamento especial, o sea, una composición y una función muy similar a la de la Guardia Nacional propuesta por Larrañaga. Por qué este proyecto no objetiva ampliar la Guardia Republicana o dotarla de mayor presupuesto, por más discutible que pueda ser, es un misterio que temo que se revele solamente en épocas electorales.

Por otra parte, en la Ley N° 18650 Marco de Defensa se dejó un gran espacio abierto a interpretaciones en su Artículo 20: “En tiempos de paz y bajo la autorización expresa del Ministro de Defensa Nacional, podrán prestar servicios o colaboración en actividades que por su especialidad, relevancia social o conveniencia pública les sean solicitadas y sin que ello implique detrimento en el cumplimiento de su misión fundamental”. Como no se hizo una reforma estructural (la Ley Orgánica todavía no ha llegado al parlamento) y por decisión política se atribuye a las FFAA tareas de Defensa Civil que podrían haber sido trasladadas a otras instituciones, se hace cada vez más difícil dibujar los límites.

Otra dificultad es la definición de las amenazas a la soberanía que implican el involucramiento de las Fuerzas Armadas. El narcotráfico ha movilizado el Poder Ejecutivo en ese sentido, lo que se puede comprobar en el reciente Decreto N° 6/018 que establece la necesidad de encomendar a las Fuerzas Armadas la realización de tareas de vigilancia en las zonas de frontera. Hace muy poco tiempo su actuación se limitaba a comunicar irregularidad o ilícito a la autoridad policial u organismo competente, pero un proyecto de ley aprobado este mes en el parlamento amplia las acciones posibles y agrega la detención en caso de flagrante delito. Se busca tranquilizar a las personas con la idea de que las tareas no serán ejecutadas en los centros urbanos, pero con las innúmeras dificultades de la descentralización se desconsidera el impacto social que puede haber con la instalación de efectivos en las ciudades fronterizas y los mecanismos de mando y control civil necesarios para que no ocurran abusos.

Las experiencias internacionales con la militarización de la seguridad pública han sido pedagógicas para aquellos que van más allá de la visión cortoplacista. En México, además de los aumento de la violencia, hubo una corrupción de las Fuerzas Armadas que ha generado diversas denuncias de violaciones a los derechos humanos como tortura, desapariciones y represión indiscriminada que operan conforme el pacto político territorial de turno. También es evidente en el caso mexicano la influencia de las políticas estadunidenses en la decisión de usar las Fuerzas Armadas para operaciones internas. Y eso se tradujo en transferencia de fondos y entrenamiento de personal.

En Brasil el involucramiento de las FFAA en las tareas de la seguridad pública no es algo novedoso. En el año 1992 en Río de Janeiro, durante un encuentro sobre medio ambiente, la seguridad de la ciudad queda por primera vez bajo la supervisión militar. Desde entonces se ha incrementado sucesivamente su empleo convirtiendo la excepción en regla, tocando su punto máximo cuando el gobernador del estado solicita al Presidente Temer una “intervención federal” en que todas las fuerzas de seguridad quedan bajo el mando y control del ejército y esa situación dura hasta los días de hoy. Y los efectos de las intervenciones son siempre alarmantes. Aunque pueda aumentar la percepción de seguridad y pueda disuadir hurtos y otros delitos contra la propiedad, la tensión social aumenta a tal punto que en dos meses de intervención han subido los números de tiroteos y disparos de armas de fuego  registrados. Entre febrero y marzo de este año fueron 1.502. En el periodo anterior, se registraron 1.299, según el Observatorio de la Intervención.

El proceso de involucramiento de los militares en temas de seguridad pública, por lo tanto, suele ser incremental, en el sentido que la falta de análisis de los problemas y desafíos que genera, sobre todo de su ineficacia en el largo plazo, terminan en un efecto de bola nieve, en que se intenta dar la misma respuesta esperando resultados distintos. Pero quizás no sea el momento de ser tan pragmáticos para contrarrestar el discurso que avala ese involucramiento y apostar a una visión de futuro compartida en que no se instale una pena de muerte velada y se busquen soluciones preventivas y definitivamente más democráticas para los problemas de seguridad pública.

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