Los derechos no caen del cielo



A los seis meses de asumir la presidencia de Francia, en 1974, Valery Giscard d’Estaing, que además de ser de derecha le había ganado las elecciones al socialista Mitterrand, tuvo que bancarse que la Asamblea Nacional aprobara la ley de “interrupción voluntaria del embarazo”. Vale la pena recordarle al presidente Lacalle Pou, que es tan católico,un fragmento del diálogo que sostuvo Giscard con Juan Pablo II:

“Yo soy católico, pero soy presidente de la República de un Estado laico. No puedo imponer mis convicciones personales a mis ciudadanos (…) lo que tengo que hacer es velar para que la ley se corresponda con el estado real de la sociedad francesa, para que pueda ser respetada y aplicada. Comprendo, desde luego, el punto de vista de la Iglesia Católica y, como cristiano, lo comparto. Juzgo legítimo que la Iglesia Católica pida a aquellos que practican su fe que respeten ciertas prohibiciones. Pero no es la ley civil la que puede imponerlas con sanciones penales, al conjunto del cuerpo social. (…) Como católico estoy en contra del aborto; como presidente de los franceses considero necesaria su despenalización’’.

En Francia, igual que en Uruguay, se había recibido en el Poder Legislativo información y opiniones de distintos sectores de la sociedad, el movimiento de mujeres y feminista, la universidad, organizaciones de derechos humanos, jerarquías religiosas de distintos credos, etc. El debate parlamentario incluyó posiciones honestas, arbitrarias, científicas, y disparatadas. Allí también dijeron, como aquí, que la ley de IVE sería responsable de que bajara la población, que las mujeres usarían el aborto como método anticonceptivo, que el cuerpo médico se negaría a practicarlo. La historia demostró que aquello de que la población bajaría era un cuento –eran 53 millones en ese entonces, ahora son 64-; que el personal médico que alegaba afectación de conciencia se iría reduciendo y que las mujeres, con más conciencia que nadie, siguieron prefiriendo los métodos anticonceptivos al aborto, al que pueden recurrir  gracias a la existencia de una ley que respeta el derecho a la salud y su derecho a decidir. 

A nadie se le ocurre en Francia poner en entredicho esa ley. Pero en Uruguay, un señor pastor que se dice periodista, aprovechó una de las tantas conferencias del gobierno referidas a la pandemia, para hacerlo, razón por la que la idea de ser “un presidente de todos los uruguayos” que tanto le gusta a Lacalle Pou estuvo, si se me permite la palabra, por abortarse.  

No quiero detenerme a comentar la forma en que de un plumazo, los fetos pasaron a ser niños, las mujeres madres, y nuestro país a regirse por la Concepción Oriental del Uruguay. Ni detenerme a responder al presidente que la mayoría de la gente de este país es pro vida de las mujeres y su derecho a decidir, porque la propia vicepresidenta, Beatriz Argimón, salió a la prensa a recordar el compromiso que asumieron de no retroceder en la agenda de derechos.

Al contrario, me gustaría resaltar que en medio de esa “aglomeración” de palabras, el presidente también dijo que respetaría la ley que despenalizó el aborto porque fue votada por el parlamento y reafirmada por la ciudadanía. Menos mal. Me hubiese gustado que lo dijera más fuerte y claro, pero no se animó. 

Capaz que en una próxima conferencia aprovecha para defender el Estado laico y por más católico que él sea, reconoce que los derechos no caen del cielo, aunque lo fuerce a decirlo la voz de Dios hablando por una emisora llamada “Radio Felicidad”.

Lucy Garrido

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